lunes, 9 de diciembre de 2013

Nakaq guagua

Cuando nació no lloró. Mostró los dientes de modo tan atroz que a punto estuvo el médico de soltarlo del puro miedo. Se retorcía como extraño animal viscoso emitiendo particulares chillidos violentos. Dejólo caer sobre la mullida almohada.

Ojos enormes de terror consumado miraban el triste espectáculo. La madre enmudecía el alarido de terror con sus propias manos. Latíale el corazón con opresora fuerza y sudaba frío, más por miedo que por el esfuerzo del parto.

Cayó la criatura sobre la blanca tela de la almohada y dejó su huella sanguinolenta. La enfermera de turno sintió un cosquilleo entre las piernas temblorosas. Los vellos del cuerpo respondieron a un impulso nervioso.

-¿Qué es eso? ¿Qué mierda es eso!

El doctor echó la pregunta al aire esperando satisfactoria respuesta, pero su voz viajó por la habitación rebotando en la pared sin respuesta alguna.

Dejó de moverse el bicho y el silencio lo aplastó todo. Expectantes le observaron sin saber qué esperar.

Muda la madre continuaba derramando lágrimas de dolor y miedo, ¿era posible parir un engendro tal? ¿Era capaz Tayta Dyus de permitir que el cuerpo de una mujer produjera tan horrible cosa?

Sobrasaltáronse todos cuando aquél, rompiendo toda la lógica motriz de un recién nacido, púsose de pie en posición defensiva, dejando ver finalmente su rostro esculpido en el infierno.

Los ojos reptilianos e inyectados de sangre irradiaban odio, un odio ancestral e inconsciente. De las fauces nacían terribles dientes caninos. El aliento baboso y humeante hedía. El pecho en vaivén mostraba que, detrás de esa carne escamosa y que emulaba la piel quemada, había miedo.

La madre adolorida y que apenas podía moverse quiso levantarse de la cama y escapar. No pudo, le dolía demasiado. Médico y enfermera mantuviéronse quietos, sin reacción. El niño -si podía llamársele así- erizó el espinazo en posición de ataque. La enfermera y la madre lanzaron tal grito que alertaron a todo el hospital.

A los pocos minutos el solitario hospital del valle convirtióse en una carnicería. Primero se devoró a su madre, luego a los médicos para posteriormente terminar de comerse a cuanto parroquiano se le cruzó en frente, entre gritos y maldiciones. 

No quedó nadie. Los niños que esperaban ser vacunados, sus madres, los médicos y enfermeras. Nadie. El piso del rústico hospital convirtióse en una mancha roja, donde reposaba un amasijo de huesos sangrantes, carne y piel desgarrada. La criatura chilló con la pierna de un niño entre sus fauces.

Buscó la salida. El crepúsculo serrano le calmó el apetito. Soltó de la boca la piernecita. Relamióse la bestia, estiróse, sacudió la sangre impregna y chilló a todo pulmón. El alarido viajó a través de la paz del valle y el gélido viento.

Mil voces iguales le respondieron.

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