viernes, 20 de diciembre de 2013

Sendero

La carretera seca, árida, dejaba vislumbrar charcos inexistentes de agua. Conforme uno avanzaba se daba cuenta de que el calor agobiante engañaba a la vista. Hilario resopló y se acomodó la vieja gorra sobre la cabeza y a Rosita sobre su brazo derecho. Una vieja mochila con ropa le pesaba en las espaldas. El calor del mediodía arreciaba y él bordeaba la pista esperando poder cruzar al otro lado.

Podía ver con claridad su casa desde allí, cerca de un gran colegio que, inexplicablemente, estaba construido sobre el cerro, así como su vivienda y todo ese poblado.

La verdad era que, a diferencia de otros, para él llegar a su casa no era un consuelo. Ni siquiera por la vaga sombra que pudiera proporcionarle la caliente calamina que tenía por techo. Así que decidió cruzar, pero no volver a su casa.

Rosita, su hija de dos años, lo miraba, le tocaba la piel del bigote, palmoteaba cariñosamente su cara sudorosa mientras Hilario buscaba con la mirada algo del otro lado.

Por un momento la arenosa pista se silenció. Dejaron de pasar los camiones y pudo cruzar. Del otro lado había más ruido, más comercio. Vio a una mujer joven que vendía el jugo de la caña de azúcar resguardada bajo una colorida sombrilla con dos agujeros. La pobre se la pasaba prensando la caña con un aparato tan brilloso como rudimentario que emitía un ruido parecido al que se suele escuchar en taller mecánico. La mujer se detuvo un instante. Se embarró el sudor en la frente con el antebrazo y dijo secamente:

-Diga.

Hilario rebuscó en el bolsillo de su casaca deportiva, sucia y desgastada y halló setenta céntimos entre monedas de baja denominación. Gimió. Rosita pesaba, pero no podía dejarla en el suelo. Él
no sabía por qué, pero ella no podía mantenerse en pie ni caminar. Siempre debía cargarla.

-Me da -dijo señalando con el brazo libre en cuya mano hervían las monedas de cobre.

-Un sol está.

Miró a la niña. Ella tenía tanto calor como él. Hilario cogió el polo de rosita por la parte del pecho con las puntas de los dedos y jaló, intentando ventilarla. Volvió a mirar a la mujer.

-Setenta no más tengo, mamita.
-No, no sale.

Rosita abrazó a su padre. Él le dio un beso en la pegajosa mejilla. Ella sonrió.

-Mamita, pa la niña, pe'. Te debo. Yo vivo acá arriba no más.-Así dicen los vivos que no quieren pagar.-Mira para allá, mamita. Mira, mira...

La mujer se volvió. Hilario le indicó que la casa de madera de techo de calamina era la suya. La que estaba junto a la gran unidad escolar.

La juguera, desconfiada, miró de soslayo a Hilario, luego a la niña. Ambos sudaban. Ella, a pesar de todo, estaba protegida del sol del mediodía.

La mujer estiró la mano. Aceptó los setenta céntimos.

 -Ya, lleva no más.

 La mujer tomó la gran palanca cromada, insertó una larga caña y comenzó con la penosa tarea de jalar y empujar. La caña pasaba por una prensadora y de una boquilla caía el extracto de esta dentro de una jarra de plástico.

Con la caña exprimida volvió a repetir el procedimiento. La exhausta caña dio más jugo.

La mujer retiró la jarra de su sitio, sirvió en un pequeño vaso de plástico el extracto y se lo ofreció a Hilario. Él aceptó con una ligera reverencia y puso el vaso en la boca de Rosita.

-Toma hijita, la calor está fuerte.

Rosita cogió el vasito de plástico a dos manos y casi bebió todo su contenido sin parar.

-Toma no más, hijita. Toma, toma, picaflor.

Cuando la niña terminó, le devolvió el vaso a su padre y sonrió con el bozo blanco de caña. Hilario devolvió el vasito a la mujer. Esta lo miró un instante y luego procedió a llenar el vaso de nuevo y se lo ofreció a Hilario. Él no supo cómo reaccionar.

-Pero ya me has dado.
-Toma no más...

Hilario agradeció a la señora con lo único que podía ofrecerle: una sonrisa.

-Ya anda -dijo ella, haciendo un gesto con la mano y escondiendo la mirada húmeda.

Hilario se marchó con la mirada de la mujer en la cabeza. Caminando por el borde de la carretera se volvía de cuando en cuando para ver su puesto de jugo de caña. Ella lo miraba con una hoja de periódico sobre la cabeza, haciendo sombra en su rostro. Sin embargo él ya no pudo borrar esa mirada que le hacía acordar a la Cloti.

¡Ah, la Cloti, cómo me la mataron los terrucos, carajo!

Hilario sollozó y contuvo el llanto como quien contiene un estornudo: con mucha fuerza para que no se escape del cuerpo, como lloran los hombres.

Hilario cargó a Rosita con el otro brazo para descansar. Observó la larga pista bordeada de arena, sintió el peso de la mochila y pensó cuánto camino le quedaba por andar.

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