viernes, 28 de septiembre de 2012

Effluxum




—¡Ah, un día más! ¡Qué cómodo es estar aquí! —dijo él, el huésped, mas nadie lo escuchó. Nadie lo escuchaba porque se encontraba allí solo, como desde hacía dos meses.

Y la verdad era que el lugar donde reposaba era muy cómodo y cálido. Quizás el ambiente necesitaba más luz, pero no por ello dejaba de ser confortable.

Se hallaba solo, como desde que había llegado allí. No podía recordar cómo, pero allí estaba y se sentía agradecido y complacido.

Quizás hubiera sido insoportable para él, el huésped estar solo en ese lugar, porque aunque cómodo, era oscuro y solitario, pero, la cálida voz que de cuando en cuando oía, le daba el valor para permanecer allí durante todo el tiempo que fuera necesario. Era una voz masculina, cálida y amable que muchas veces ser perdía entre la estridencia de una voz femenina que estaba cargada de amargura e ira y no le gustaba escucharla. Las voces se entremezclaban en una discusión sin fin:

—¡No lo quiero! ¡Me va a joder la vida!
—Pero, Xime… Él no tiene la culpa de nada.
—No me importa, huevón, ¡me va a cagar la vida! —y lloraba.

Cuando ella hablaba así de los ojos cerrados del huésped brotaba un líquido. No comprendía bien qué era, pero dolía. Era un dolor inexplicable y profundo, un dolor áspero que lo lastimaba.

Nuestro huésped se encontraba en una especie de descanso. Todo lo que hacía era estar en la estancia oscura y cómoda, esperando a salir. Lo malo era que en apenas dos meses de estar allí, a veces, la voz de la mujer dejaba oír palabras incompresibles que también lo lastimaban:

—No te quiero, ¡ojalá te mueras!

Y a continuación sentía algunos golpes y todo se movía. Los golpes le hacían daño y el frágil cuerpo de nuestro huésped —que sentía más dolor que cualquier otro por su fragilidad— no podía soportarlo.

El dolor se convertiría en algo cotidiano.

El huésped tenía tres meses en su cálida estancia. La comodidad había desaparecido. La voz femenina que no le gustaba escuchar ahora lloraba de amargura y decía palabras que él no llegaba a entender. De pronto volvió a escuchar una voz masculina que no era la voz del simpático hombre que discutía con la odiosa mujer, sino una extraña:

—Es riesgoso, debe saberlo —dijo la voz del extraño hombre.
—No me importa, ¡sólo sáquemelo de aquí! —dijo ella sollozando.

Por un momento el huésped se sintió feliz, porque tras la voz de ella escuchó con claridad la voz de su amigo, por quien sentía mucho cariño:

—Ximena, no. Todavía estamos a tiempo. No lo hagas…
—¡Que no quiero esta mierda! —gritó ella fuera de sí.

De repente, silencio.

El cálido líquido en que nuestro huésped flotaba en esa confortable y apacible estancia, donde se dejaba llevar en un vaivén natural, comenzó a tornarse frío.

Sintió un olor peculiar, uno que no había sentido antes, pero era ácido, o quizás salado. No podía distinguir de qué se trataba.

Comenzó a oír un ruido metálico que se hacía cada vez más estridente y la profunda oscuridad en que había vivido por tres meses comenzó a iluminarse. Abrió un tanto los ojos y finalmente pudo saber dónde se hallaba.

Vio unas enormes pinzas acercarse hacia él, su tacto era frío. Tuvo miedo. Durante todo el tiempo que estuvo allí, nunca había tenido tanto miedo. El contacto de las pinzas metálicas que como monstruos invadían su hogar, tanteando el territorio, de pronto pilló una de sus piernas. El objeto hizo un ruido al engancharse a su miembro y giró, luego, se torció y sonó un terrible crack que generó una mueca de dolor en su rostro todavía no formado por completo.

Quiso gritar pero no pudo, porque todavía no tenía voz. Escuchó la voz de la mujer que no lo quería, llorar. Las pinzas metálicas sonaron al contacto con otro recipiente metálico en el que cayó una sangrante y diminuta pierna.

Ella gritó con toda la fuerza que le fue posible; él, el hombre amable, sujetaba su mano sin mirar al otro hombre, que era quien maniobraba el instrumento quirúrgico.

Después, el huésped sintió el fuerte olor de algo que no supo distinguir, pero que al contacto con su cuerpo ardía, y cómo ardía. El metal aprisionó uno de sus brazos y tras el crack que ya había escuchado antes sintió un dolor áspero e inenarrable. Le habían arrancado el brazo.

El pequeño huésped no entendía lo que ocurría, pero desde su posición, se movía, evitando sentir el dolor que le provocaba el instrumento metálico que se acercaba cada tanto a ocasionarle el mayor dolor que jamás había sentido.

Qué impotencia. No podía gritar ni pedir auxilio.

Mientras las pinzas le arrancaban la otra pierna, nuestro pequeño huésped tuvo una visión. En ella veía imágenes en las que un niño jugaba con sus papás en un parque, riendo a carcajadas. La visión se esfumó por el dolor que ocasionó las pinzas sobre el brazo restante.

El instrumento volvía a sonar al contacto con otro metal. La mujer gritaba, el buen hombre lloraba con ella y el hombre malo que manipulaba el arma hablaba con frialdad, haciendo recomendaciones para el futuro y la salud de ella.

El huésped ya no tenía fuerzas para seguir y se dejó llevar. Quiso pensar que ese niño que reía era él mismo, que ese niño a quien sus padres amaban era él y que jugaría con ellos al salir de allí y cuando dejara de sentir tal dolor.

Dentro de ese mismo dolor, sonrió, pero la sonrisa se borró del rostro cuando las pinzas metálicas lo arrancaron de sus pensamientos, trasladándolo a un lugar horrible que el jamás había visto ni soñado.

Sujeto del pequeño tórax por la gran pinza fría y metálica se vio flotando, adolorido y muerto de frío por un lugar iluminado en donde vio a una hermosa mujer echada sobre una cama con las piernas abiertas y un muchacho bien parecido a ella sujetándola de la mano.

Debajo de él vio retazos de un pequeño cuerpo destrozado, que era su cuerpo, cubierto de un líquido rojo. El tipo que lo sujetaba, vestido de blanco y que lo arrancaba de su estancia, lo dejó caer de cierta altura sobre aquel recipiente en donde yacía el resto de su cuerpo sumergido en un extraño líquido rojo.

Cayó y quedó inerte sobre el frío recipiente, oliendo y sintiendo la textura de ese líquido que no conocía, intentando, quizás, decir algo, o moverse para intentar salir de allí y buscar la calidez de su estancia, allí donde fue feliz por un breve tiempo y adonde quería volver.

El pequeño huésped ya no pudo ver más, pero se imaginó a la mujer llorando. Ahora comprendía que era su madre  y supo que moriría, que no la volvería a ver más y lloró unas lagrimitas que nadie vio porque se mezclaron con sangre.

El dolor desapareció y se sintió feliz por ello. Volvió a una estancia cálida, y allí escuchaba solo voces llenas de amor y ternura que le daban la bienvenida, y se olvidó de todo el dolor sentido en esos minutos que parecieron eternos.

Y ella sintió que le había arrancado algo que jamás recuperaría y se sintió vacía. No se sintió como creyó que se sentiría. No se sitió liberada ni mucho menos.

Entonces, el buen hombre se acercó al doctor con los ojos llorosos y dijo:

—Doctor, ¿se recuperará mi hermana?
—Sí, no hay problema, que solo descanse —respondió fríamente—. ¿Fue producto de una violación, no?
—Sí, así es.
—No hay nada de qué preocuparse. Saben el trabajo fue bien hecho, con esto de que es legal para 
las violadas….

El joven volvió al lado de su hermana. Ella no lo vio, tenía la mirada perdida a un lado de la cama y balbuceando y medio muerta, con una tristeza inconmensurable dijo  para sí:

—Era mi derecho…

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