—¡Ah, un día más! ¡Qué cómodo es estar aquí!
—dijo él, el
huésped, mas nadie lo escuchó. Nadie lo escuchaba porque se
encontraba allí solo,
como desde hacía dos meses.
Y la verdad era que el lugar donde reposaba era
muy cómodo y
cálido. Quizás el ambiente necesitaba más luz, pero no por ello
dejaba de ser
confortable.
Se hallaba solo, como desde que había llegado
allí. No podía
recordar cómo, pero allí estaba y se sentía agradecido y
complacido.
Quizás hubiera sido insoportable para él, el
huésped estar
solo en ese lugar, porque aunque cómodo, era oscuro y solitario,
pero, la
cálida voz que de cuando en cuando oía, le daba el valor para
permanecer allí
durante todo el tiempo que fuera necesario. Era una voz masculina,
cálida y amable
que muchas veces ser perdía entre la estridencia de una voz
femenina que estaba
cargada de amargura e ira y no le gustaba escucharla. Las voces se
entremezclaban
en una discusión sin fin:
—¡No lo quiero! ¡Me va a joder la vida!
—Pero, Xime… Él no tiene la culpa de nada.
—No me importa, huevón, ¡me va a cagar la vida!
—y lloraba.
Cuando ella hablaba así de los ojos cerrados
del huésped
brotaba un líquido. No comprendía bien qué era, pero dolía. Era un
dolor
inexplicable y profundo, un dolor áspero que lo lastimaba.
Nuestro huésped se encontraba en una especie de
descanso.
Todo lo que hacía era estar en la estancia oscura y cómoda,
esperando a salir.
Lo malo era que en apenas dos meses de estar allí, a veces, la voz
de la mujer dejaba
oír palabras incompresibles que también lo lastimaban:
—No te quiero, ¡ojalá te mueras!
Y a continuación sentía algunos golpes y todo
se movía. Los
golpes le hacían daño y el frágil cuerpo de nuestro huésped —que
sentía más
dolor que cualquier otro por su fragilidad— no podía soportarlo.
El dolor se convertiría en algo cotidiano.
El huésped tenía tres meses en su cálida
estancia. La
comodidad había desaparecido. La voz femenina que no le gustaba
escuchar ahora
lloraba de amargura y decía palabras que él no llegaba a entender.
De pronto
volvió a escuchar una voz masculina que no era la voz del
simpático hombre que
discutía con la odiosa mujer, sino una extraña:
—Es riesgoso, debe saberlo —dijo la voz del
extraño hombre.
—No me importa, ¡sólo sáquemelo de aquí! —dijo
ella
sollozando.
Por un momento el huésped se sintió feliz,
porque tras la
voz de ella escuchó con claridad la voz de su amigo, por quien
sentía mucho
cariño:
—Ximena, no. Todavía estamos a tiempo. No lo
hagas…
—¡Que no quiero esta mierda! —gritó ella fuera
de sí.
De repente, silencio.
El cálido líquido en que nuestro huésped
flotaba en esa
confortable y apacible estancia, donde se dejaba llevar en un
vaivén natural,
comenzó a tornarse frío.
Sintió un olor peculiar, uno que no había
sentido antes,
pero era ácido, o quizás salado. No podía distinguir de qué se
trataba.
Comenzó a oír un ruido metálico que se hacía
cada vez más
estridente y la profunda oscuridad en que había vivido por tres
meses comenzó a
iluminarse. Abrió un tanto los ojos y finalmente pudo saber dónde
se hallaba.
Vio unas enormes pinzas acercarse hacia él, su
tacto era
frío. Tuvo miedo. Durante todo el tiempo que estuvo allí, nunca
había tenido
tanto miedo. El contacto de las pinzas metálicas que como
monstruos invadían su
hogar, tanteando el territorio, de pronto pilló una de sus
piernas. El objeto
hizo un ruido al engancharse a su miembro y giró, luego, se torció
y sonó un
terrible crack que
generó una mueca de
dolor en su rostro todavía no formado por completo.
Quiso gritar pero no pudo, porque todavía no
tenía voz.
Escuchó la voz de la mujer que no lo quería, llorar. Las pinzas
metálicas
sonaron al contacto con otro recipiente metálico en el que cayó
una sangrante y
diminuta pierna.
Ella gritó con toda la fuerza que le fue
posible; él, el
hombre amable, sujetaba su mano sin mirar al otro hombre, que era
quien maniobraba
el instrumento quirúrgico.
Después, el huésped sintió el fuerte olor de
algo que no
supo distinguir, pero que al contacto con su cuerpo ardía, y cómo
ardía. El
metal aprisionó uno de sus brazos y tras el crack
que ya había escuchado antes sintió un dolor áspero e inenarrable.
Le habían
arrancado el brazo.
El pequeño huésped no entendía lo que ocurría,
pero desde su
posición, se movía, evitando sentir el dolor que le provocaba el
instrumento
metálico que se acercaba cada tanto a ocasionarle el mayor dolor
que jamás
había sentido.
Qué impotencia. No podía gritar ni pedir
auxilio.
Mientras las pinzas le arrancaban la otra
pierna, nuestro
pequeño huésped tuvo una visión. En ella veía imágenes en las que
un niño jugaba
con sus papás en un parque, riendo a carcajadas. La visión se
esfumó por el
dolor que ocasionó las pinzas sobre el brazo restante.
El instrumento volvía a sonar al contacto con
otro metal. La
mujer gritaba, el buen hombre lloraba con ella y el hombre malo
que manipulaba
el arma hablaba con frialdad, haciendo recomendaciones para el
futuro y la
salud de ella.
El huésped ya no tenía fuerzas para seguir y se
dejó llevar.
Quiso pensar que ese niño que reía era él mismo, que ese niño a
quien sus
padres amaban era él y que jugaría con ellos al salir de allí y
cuando dejara
de sentir tal dolor.
Dentro de ese mismo dolor, sonrió, pero la
sonrisa se borró
del rostro cuando las pinzas metálicas lo arrancaron de sus
pensamientos,
trasladándolo a un lugar horrible que el jamás había visto ni
soñado.
Sujeto del pequeño tórax por la gran pinza fría
y metálica
se vio flotando, adolorido y muerto de frío por un lugar iluminado
en donde vio
a una hermosa mujer echada sobre una cama con las piernas abiertas
y un
muchacho bien parecido a ella sujetándola de la mano.
Debajo de él vio retazos de un pequeño cuerpo
destrozado, que
era su cuerpo, cubierto de un líquido rojo. El tipo que lo
sujetaba, vestido de
blanco y que lo arrancaba de su estancia, lo dejó caer de cierta
altura sobre
aquel recipiente en donde yacía el resto de su cuerpo sumergido en
un extraño
líquido rojo.
Cayó y quedó inerte sobre el frío recipiente,
oliendo y
sintiendo la textura de ese líquido que no conocía, intentando,
quizás, decir
algo, o moverse para intentar salir de allí y buscar la calidez de
su estancia,
allí donde fue feliz por un breve tiempo y adonde quería volver.
El pequeño huésped ya no pudo ver más, pero se
imaginó a la
mujer llorando. Ahora comprendía que era su madre y supo que moriría, que no la
volvería a ver
más y lloró unas lagrimitas que nadie vio porque se mezclaron con
sangre.
El dolor desapareció y se sintió feliz por
ello. Volvió a
una estancia cálida, y allí escuchaba solo voces llenas de amor y
ternura que
le daban la bienvenida, y se olvidó de todo el dolor sentido en
esos minutos
que parecieron eternos.
Y ella sintió que le había arrancado algo que
jamás
recuperaría y se sintió vacía. No se sintió como creyó que se
sentiría. No se
sitió liberada ni mucho menos.
Entonces, el buen hombre se acercó al doctor
con los ojos
llorosos y dijo:
—Doctor, ¿se recuperará mi hermana?
—Sí, no hay problema, que solo descanse
—respondió
fríamente—. ¿Fue producto de una violación, no?
—Sí, así es.
—No hay nada de qué preocuparse. Saben el
trabajo fue bien
hecho, con esto de que es legal para
las violadas….
El joven volvió al lado de su hermana. Ella no
lo vio, tenía
la mirada perdida a un lado de la cama y balbuceando y medio
muerta, con una
tristeza inconmensurable dijo para
sí:
—Era mi derecho…
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