domingo, 17 de enero de 2010

El carro planchado.

He aquí mi primer cuento. Escrito en 2003 y con lo que yo considero, muy poco talento literario.




El Carro "Planchado"

Estaba Luciano, como todas las mañanas en las que tenía que irse a trabajar, sentado en el asiento más cercano a la puerta del carro de transporte público que siempre tomaba. Cada vez que podía se sentaba cerca de la puerta o lo más cerca posible de ella, porque el carro siempre se llenaba, entonces podría bajar rápidamente y sin contratiempos.

Y como siempre, se divertía viendo las morisquetas, gestos, gritos y toda clase de enganches que suelen emplear los cobradores de estos vehículos para atraer a más pasajeros.

A estos carros de transporte público se les conoce como coasters (cúster es la pronunciación peruana del nombre) y son unos armatostes mayores en tamaño a una Combi y menores en tamaño a un ómnibus. Coaster es el modelo de una marca en particular (que la mayoría de la plebe nacional no recuerda ahora, pues su memoria suele ser muy engañosa) y ahora, toda la ciudadanía llama, a todos los autos parecidos, (así no sean coasters) con ese nombre. "¿En qué te vas, en combi o en coaster?" suele ser la pregunta frecuente entre los usuarios del desordenadísimo y caótico transporte público de la ciudad capital.

Ahora, Combi (palabra inexistente el cualquier diccionario decente) es el nombre de un modelo de auto de la marca Volkswagen, que solía usarse como "colectivo" en los años ochenta; desde aquel momento, a cada pequeño colectivo se le llama así. Estos últimos son los que más pululan por las calles de la desdichada Lima. Pero, además de las coasters y combis, se pasean por esas irregulares pistas autos de toda clase como camiones viejos y destartalados, mototaxis, bicicletas, triciclos, monociclos, coches de dos llantas, motos de cuatro y camiones de tres. En fin... todo tipo de cosa con ruedas. En Lima está permitido todo, al menos "vehicularmente" hablando. Lima es así y siempre lo será, por eso su gente la odia con todo su amor.

Ya mencionadas las diferencias entre los vehículos de transporte público, la benéfica labor de informar a quienes tengan problemas de entender a la real lengua peruana sobre cómo es que los pobres riñones, próstatas y columnas de nuestros desdichados coterráneos terminan en la basura, ha sido cumplida. Un comentario aparte es el que me permite exponer que la historia que estaba narrándoles al principio, y de la que me desvié abruptamente sin una razón literaria consistente, transcurre en una coaster.

La línea que tomaba Luciano siempre era la misma, la dieciséis: Empresa de transportes "Virgencita de Lúren Santísma y Melchorita protectora de la Saritas Colonias del Perú, balnearios, solares y callejones S.A.". Sí, quizá suene exagerado el nombre, pero usted compatriota mío, tiene la clara noción de cómo son los nombres de las empresas de transporte de nuestra hermosa ex, pero muy ex, ciudad jardín.

Volviendo al tema, Luciano, cómodamente ubicado en su asiento, estaba acostumbrado a oír siempre el mismo tipo conversación -inentendible para muchos- que sostenían el cobrador con el chofer.

O'e Bigotes! El sábado hay una pollada en la jato del chino Guzmán -dijo el cobrador con su timbre de voz carrasposo.

-¡Y segurito va a estar la Susy! -respondió el chofer, quien ciertamente tenía un bigote bastante prominente y disparejamente rasurado a los bordes.

-Segurito pe'. Esa nunca falta a las juergas 'on... ¡Si es una lobaza la Susy!.. ¡Esquina, esquina baja! -añadió el cobrador, mientras abría la puerta para que dos señores bajen.

Luciano sonreía al escuchar el "diálogo" entre el cobrador y el chofer. Siempre le pareció que todos los choferes y cobradores eran los mejores amigos; siempre los veía bromeando y riendo entre sí. A veces, como si fueran verdaderos hermanos, veía al chofer gritándole al cobrador, como recriminando al hermano menor que no hizo la tarea, o que le faltó el respeto a su madrecita.

"Parece que se conocieran de chibolos estos pendejos" pensó Luciano.

En el paradero de la avenida Grau con el cruce de la avenida Abancay, estaba el moreno drogadicto y con cara de delincuente de poca monta que siempre se acercaba a los carros para "limpiar" el parabrisas, con un trapo más sucio que su pasado, y con el afán de recibir a cambio una moneda de baja denominación.

-¡Nada, nada negro... Primera vuelta, 'tamos misios todavía! -dijo el cobrador con esa su voz aguardentosa.

-¡A la vuelta pe´ marciano! -contestó el moreno con una voz más ronca y maltratada aun.

De entre la multitud de vendedores ambulantes, delincuentes, policías inútiles, drogadictos, locos y etcéteras que suelen deambular en ese cruce, asomóse la silueta de un tipo con cara de idiota quien, con fólder en mano y audífonos al cuello, díjole al cobrador:

-¡Dos, dos, uno... correteo! ¡Adelante va Rataro con el Juancho!

El tipo era uno de esos controladores que, por una moneda -no de tan bajo valor como la del moreno de hace un rato- les "soplaba" el tiempo que se habría demorado el carro anterior, de la misma línea o ruta, en pasar por aquel mismo controlador y paradero; así este último podría alcanzar al de adelante para ganarle pasajeros. Más pasajeros, más ganancia monetaria, más polladas, más amor de la Susy.

-¿Y cómo está? -preguntó el chofer, mientras bajaba todo el volumen de su radio salsera sin quitar los dedos de la perilla.

-Está planchado -respondió el controlador.

Luciano, quien ya tenía mucho tiempo tomando coasters, no estaba seguro sobre si el término "planchado" se refería a si el carro estaba lleno, o por el contrario, vacío. Le disgustaba no conocer la respuesta. Si nunca se había fijado en aquella minucia fue porque nunca le había interesado saberlo, pero en esta particular ocasión, por alguna razón extraña y extraordinaria, la curiosidad lo mataba.

-¡Ya, ya, dale nomá' Bigotes, vao' con todo!- dijo el cobrador zarrapastroso, palmoteando con mediana fuerza el chasis de la no menos zarrapastrosa pero veloz coaster.

Luciano se alegró al escuchar al cobrador apurar al chofer; supo entonces que habría una de las famosas y no menos peligrosas "carreritas". Aquel acontecimiento acarrearía una disputa interminable entre la coaster del Bigotes y su más próximo rival, en una lucha titánica por obtener la mayor cantidad de pasajeros posible y, si fuera por ellos, un poquito más que eso.

"Dos, dos, uno" recordó Luciano. Sí sabía lo que eso significaba: "dos, dos, uno" en el argot de aquellos desaliñados y vulgares sujetos, quería decir que dos carros, de la misma línea, habían pasado por ahí hacía sólo un minuto. Y Luciano pensó:

"En realidad, no sé porque carajo estos controladores de mierda dicen "dos" dos veces si sólo han pasado dos carros hace un minuto. Decir dos, dos veces, haría un total de cuatro y sólo habían pasado dos. ¿Para qué decir dos, dos, uno?" "¿Acaso querían confundir al resto de los seres normales que nos encontramos en esta coaster destartalada? ¿Acaso habría algún espía? O, quizá, esos números no significaban nada y formaban una clave encriptada y dificilísima que, mezclada con alguna especie de lenguaje subliminal, te decía inconscientemente que los otros vehículos simplemente estaban cerca... ¡y ya!". En cierto modo, Luciano tenía razón. Decir números o decir "planchado" era como una lengua primigenia entendida sólo por ellos y que ningún intelectual habría querido interpretar o buscarle la etimología.

Luciano había salido tarde de su casa y por eso se alegró de saber que habría "carrerita". La coaster arrancó "a atoda máquina", cual Titanic antes de ver la puntita del iceberg, dejando esa esquina de Abancay con Grau en un santiamén, y detrás de sí, una estela de humo y polvo que dejaron a una señora sucia e ignorada, con el brazo estirado para que la coaster se detuviera y la dejara subir, hecho que, por obvias razones, jamás sucedió. Luciano al ver tal cuadro sonrió y pensó:

"La tía se quedó mordiendo el polvo".

Tras unos cuantos minutos de pura velocidad, la coaster del Bigotes alcanzó a la de Rataro y ésta, a su vez, trataba de alcanzar al Michael Schumacher -o al Meteoro, si lo prefieren- de la línea dieciséis: El Juancho.

Luciano notó algo que perturbó su tranquilidad. Algo que lo dejó tan molesto como podría estarlo Fidel Castro en un McDonalds. Luciano vio que una de las coasters, la de Rataro, se encontraba prácticamente vacía y la de Juancho, repleta.

"¡La puta madre!" pensó Luciano "¿Cuál es el que está planchado?"

Luciano Robles, jóven de veintiún añitos de edad y empleado de una empresa de teléfonos monopólica, quiso analizar la situación intentando desarmar la palabra "planchado", claro, si eso era posible, y así tratar de averiguar el significado misterioso de aquel adjetivo. Y seamos sinceros, puedo decirles que el pobre pensó tanta tontería que el equivalente a un diccionario de tonterías -si existiera- quedaría corto. Un par de sus analogías fueron las siguientes:

"A ver. A ver... uhm... ¿planchado? Si un carro está lleno, entonces la gente va toda chancada y amontonada y a algún payaso, pero un payaso muy inteligente, se le ocurrió bautizar a ese carro lleno como "planchado", porque cuando la gente se baja de la coaster baja con la cara "planchada" por haberla tenido pegada tanto tiempo a los parabrisas de lo lleno que estaba."

Se rió solo. Para ese rato, casi todos habían bajado en la avenida Salaverry y el carro ya no estaba tan lleno. Los tres gatos que le acompañaban, asientos atrás, asientos delante, voltearon a mirarlo. Paró de reír, avergonzado.

Continuó analizando el asunto:

"¿Pero que tal si se le dice planchado, mas bien, por el hecho de estar vacío y la gente al bajar lo hace con la ropa planchadita precisamente porque no hay un alma en el carro? No, no, ni cagando."

Luciano se sentía incómodo y nervioso al no poder descifrar el significado de semejante calificativo. Luego pensó:

El controlador dijo "está planchado", pero no dijo cuál de los que iban delante. Luciano se sintió atormentado, apesadumbrado y nervioso por no poder entender como fue que el cobrador había entendido, a la perfección, el dialecto de ese aborigen de la tribu de los controladores.

"Supongo que se debe referir al primero" pensó. "Porque, ¿qué caso tendría saber el estado del carro que estaba en la punta? ¿Acaso, la meta era alcanzar de una vez al que está más adelante, en lugar del que andaba más cerca?".

Luciano se había hecho un mundo. El núcleo de su lógica era un completo caos, al no poder entender el significado de algo tan simple para ellos, pero tan complicado para él como era saber qué rayos era un carro planchado. Se movía sobre su asiento, con una angustia que lo desesperaba, que lo sofocaba.

Y ya estaba por bajar; su trabajo estaba ya a pocas cuadras, pero él se conocía muy bien -o al menos eso creía- y estaba segurísimo de que si bajaba de la bendita coaster sin haber podido descifrar el significado de aquel vocablo coloquial, no podría trabajar ni dormir tranquilo y hubiera tenido que esperar, tras una noche de insomnio inquietante, al día siguiente para, rendido ya, preguntarle con mucha vergüenza al señor cobrador lo que significaba que un carro esté "planchado".

Luciano vivía una crisis existencial momentánea, repentinamente, oyó el ruido de caucho quemarse contra el pavimento y, al mismo tiempo, sintió un movimiento brusco del vehículo y, a continuación, un ruido seco.

Tras ese ruido sintió que flotaba. Todo a su derredor transcurría como en cámara lenta. Una sensación extrañísima lo apabullaba, tanto que se sentía acurrucado por la lentitud con la que veía todo; en calma, en paz.

No estaba seguro de lo que ocurría, pero todo era demasiado lento para ser cierto. Se sentía perdido, desorbitado y sobre todo aterrorizado, porque instintivamente sabía que todo lo que sentía sería interrumpido, sin pedirle permiso a nadie, por algún impacto que podría matarlo en un segundo o menos. Y es que la coaster flotaba tambaleante por los aires y aún no caía, pero pronto lo haría, y con ella también el Bigotes, el cobrador y los dos gatos más que están de relleno en esta historia.

Luciano notó que la coaster volaba de cabeza con él dentro, y aunque todo transcurría en cámara lenta para él, al ver por la ventana, vio todo borroso, como si la velocidad de vuelo fuera demasiada alta. Era paradójico, onírico, surrealista, o como quieran llamarlo.

Estaba dando vueltas de campana con esa coaster destartalada, pero veloz. Nunca había entendido por qué se llamaban "vueltas de campana". Veía como el cobrador se aferraba de uno de los tubos de aluminio, en vano. Y observaba a los demás pasajeros volar y estrellarse (todo en slow-motion) contra los demás asientos que, hacía instantes, habían querido ser llenados por el responsable de aquel vuelo fatal.

Mientras todo ocurría, la salsa a todo volumen que se oyera minutos antes, había desaparecido para los oídos de Luciano; igualmente, cualquier ruido que no fuera el de su propia respiración aporreando su oído.

De pronto, se oyó el crujir del metal y de los vidrios al chocar contra la durísima pista de concreto armado. Fueron los seis segundos más largos de toda la vida de Luciano. De pronto, tras tanto caos, desorden, movimiento y temor:

Silencio y oscuridad absoluta.

La coaster, en su afán de ganar pasajeros, hizo una mala maniobra (con la autorización involuntaria de chofer) y chocó contra la rampa de descarga de un camión estacionado. La velocidad desestabilizó la coaster permitiendo que esta diera dos vueltas de campana.

Dos vueltas de campana son bastante para una coaster, ¿no lo creen ustedes? Bueno, yo sí...

Luciano nunca perdió la conciencia, sólo vio un destello de luz y, de pronto, se le vino el apagón -por así decirlo- pues todo quedó a oscuras y en silencio. Gradualmente comenzó a recuperar la audición y lo primero que empezó a oír fueron sirenas, gritos de mujeres y las cosas típicas que se escuchan en los accidentes de tránsito. Luciano no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba. No veía nada ni sentía su cuerpo, sólo podía oír.

"¿Moriré?" pensó. "¿Estoy muerto ya?". No lo sabía y sintió mucho miedo al imaginar lo que le depararía el destino. Y en su miedo logró escuchar algo que llamó su atención. Una conversación de dos hombres, con voces ásperas, como la de los clásicos cobradores y choferes de buses. Uno le dijo al otro:

O'e brother!, 'ta que fea fruna ah. El loco del Bigotes, por querer ganarle al Rataro, se sacó la entreputa on'. Ojalá y no se muera 'on, bien ché'ere es el bigotón Artidoro.

-Sí, que feo, cuña'ito. El carro del Rataro 'taba vacío y el Bigotes quería pasarlo pa' alcanzarlo al Juancho pe' ¡Su carro del pendejo del Juancho 'taba llenecito 'on!- respondió la otra voz.

-Si pe’, el carro del Juancho taba’ plancha'o.

Y Luciano, en su oscuridad, al oír eso, esbozó una sonrisa.



FIN.
31/01/03
1:42am

Micky Bane.

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