lunes, 29 de septiembre de 2014

Recazo






Caminaba ella por la avenida Larco; seis y treinta de la tarde. La garúa oblicua rociaba nostalgia, suspiros involuntarios. El aire helado le llenaba los pulmones de recuerdos mientras alcanzaba la Ricardo Palma.

Manos en los bolsillos de la casaca verde remangada que dejaba ver unas cuantas marcas de tinta que significaban algo para ella y nadie más. El vapor tibio exhalado se perdía en la atmósfera gris. El chullo negro le guarecía la cabellera y le calentaba las curiosas orejas.

A paso firme transitó las veredas miraflorinas sinuosamente, esquivando a cuanto parroquiano estorbara su tránsito. Y así anduvo hasta que vio una espalda: su espalda. Reconoció de inmediato los anchos hombros cubiertos por una casaca verde, del mismo color que la suya, la cabellera oscura que hacía juego con el jean de donde colgaba una cadena plateada. Las zapatillas de lona.

Se puso nerviosa y desaceleró el paso. Dudaba sobre si alcanzarlo o mantenerse detrás de él sin ser vista. Se aceleraron los latidos y apareció un sudor frío. Mierda. De pronto él también se detiene. ¿Por qué se detiene? ¿Por qué te detienes? Ella sólo atina a detenerse también y volver la mirada. Busca con los ojos un objetivo inexistente que evite un encuentro de pupilas. Mueve los ojos y lo mira de soslayo y lo ve dando media vuelta. Puta madre, me va a ver.

Cuando ella se dispone a cruzar la pista con apuro para evitarlo, él la ve.

El dolor se agolpa todo en su pecho y aquél va tras ella a pedirle explicaciones. Que por qué te fuiste y no supe más de ti. Que si es cierto que me sacaste la vuelta con el gringo. Que si es verdad que ya no me quieres.

Ensimismado da el primer paso para seguirla, manos en los bolsillos, cigarrillo en la boca, ojos entrecerrados. Ella, en media pista, se apura y se vuelve unos grados para ver qué tan cerca lo tiene. No esconde las intenciones de perderlo de vista. Él la llama por su nombre, ella sigue su camino.

Se refugia en un centro comercial de fachada negra y vidrios templados, baja al sótano, agitada, y se esconde detrás de unas escaleras. Espera que allí no la encuentre. Siente cerca sus pasos, por encima de ella. Su olor. El perfume que le cerraba los ojos cuando le besaba el cuello. Ella aguanta la respiración y cierra los ojos, esta vez adrede. Cuando los abre está frente a ella. Ahoga un grito con la mano. Los grandes ojos apuntan al pecho del muchacho y entonces alza la vista. Tiene cara de molesto. Seguro está molesto. Él muestra un mohín indescifrable.

Lo mira unos segundos sin decir nada y se encarama de su cuello y lo besa con ardor. Él, sorprendido primero, en trance después, se deja llevar. 

Un dolor filoso, foráneo. Un líquido caliente y denso que se desliza entre sus piernas. Recuerda lo que sentía cuando consciente se orinaba en la cama de niño. Se toca donde duele. Al despegar la mano, las hebras sangrantes dudan si quedarse en la ropa o en la piel. Siente cómo desde el tajo se le escapa la luz interna de la vida. Ella guarda el puñal.

Esto no duele ni la mitad de lo que me dolió sacarme a tu hijo de las entrañas, hijo de puta, piensa ella, pero no se lo dice.

Se marcha dejando tras de sí una línea de sangre que se pierde en el bolsillo de su casaca verde. Del mismo color de la suya, pero que hace un rato se está tiñendo del color de la muerte.

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