Debajo, cerca de las raíces, hay dos corvatos agitados, desesperados, esperando a que la madre vaya por ellos y los recoloque en el maltrecho nido. No embargante, lo que se vislumbra de entre las nubes, es la silueta de un halcón.
El rapaz los ve agitados y suplicantes, extraviados en su miedo; entonces, decide ir por ellos.
Como una saeta, corta el aire en picada hacia el bocado, salivando. A pocos metros de su blanco despliega su penígero talento de disminuir la velocidad para prenderles.
Se cierran las garras sobre los blandos pichones, desgarrados en el trayecto hacia el pico mutilador por la sola fuerza de la pata del alfaneque.
Les quiebra las alas y los cartílagos todavía en formación. Y los suelta. Se deja caer con ellos y en el aire los despedaza con el puntiagudo pico. Engullendo así sus graznidos y su carne insuficiente.
Degustando la salada sangre de su primera comida, el halcón, no bien traga el último trozo de carne, siente el buido filo de un metal invisible que lo parte en dos desde dentro. Así sucede. No le dio tiempo ni de chillar.
Mientras el despojo de ave se derrumba como un objeto inanimado hecho de alambres y no de huesos, de entre los borbotones de sangre caliente, un resplandor enceguecedor resquebraja el celeste y blanco de la bóveda. Se convierte de pronto el resplandor en un negro más negro que una noche sin luna, y emerge de él la figura de un grifo.
Aterriza, abre las alas y las sacude a la vez que lanza un rugido-graznido que balancea las hojas con sus ramas. Muestra el plumaje reluciente, como en un cortejo. Aleteando sobre sus dos patas traseras, vuelve a abrir el pico y escupe una enorme almeja.
Despega el grifo y desaparece en el firmamento. Se abre la concha, estirándose de un largo sueño, y deja ver las formas de un hombre, Adán se llama, que acurrucado como un bebé en el vientre antes de nacer, abre los ojos.
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