jueves, 31 de marzo de 2011

Promesas Incumplidas



-¡Pero, papi! Yo quiero una torta muy grande, ¿ya? -dijo Fiorellita, pronunciando apenas bien las palabras. Sus cortos cuatro años de edad le impedían hablar mejor.


-Ya, hijita -respondió Arturo. Era su papá. Un papá joven que había sido abandonado por su mujer recién casada para irse con su jefe. Pero eso no importaba. Arturo tenía ante sí a la mujer de su vida, a la que llenaba de alegría su existencia. Arturo tenía a su Fiorellita, la luz de sus vivir.


La pequeña Fiorella cumpliría cinco años esa tarde y su papá, treintañero apenas y dispuesto a hacer lo posible por ver a su hijita sonreír, siempre feliz, le preparó una fiestecita para que se divirtiera junto a sus amiguitos. Un rato antes, le había preguntado qué torta quería para la tarde.


-¿Quieres una de fresa, mi amor? -preguntó Arturo con los ojos brillantes de dicha, observando la dulce carita de Fiorella que siempre sonreía, que siempre estaba contenta y que siempre se portaba bien.


-No, papito, no quiero de fresa. Quiero de chocolate, ¿ya? -respondió con dulzura, y su gesto tierno hizo que su padre deseara traerle todas las tortas del mundo.


Arturo le dijo a la señora Zoila, una mujer bonachona que era la nana de la niña encargada de ella mientras él trabajaba, que por favor la llevara al auto para poder llevarla al jardín de niños. Fiorellita ya estaba lista, aguardando en el carro sentada en el asiento del copiloto, jugueteando con las piernecitas, meciéndolas en el aire y canturreando una de esas canciones infantiles, mientras que su papá iba por unos papeles antes de ir al trabajo.


"Hoy es quincena", pensó Arturo mientras se dirigía a su vehículo, aparcado en el garaje del edificio donde vivía, en un pequeño departamento alquilado en Miraflores. "Hoy es quincena. Hoy le compraré la torta más grande y más linda a mi hijita".


Arturo encendió el carro. Fiorellita estaba sentada a su lado, pequeñita como ella sola, con su mandilito, su lonchera y el cinturón de seguridad que la hacía ver más pequeña aún. Arturo la miró de lado y ella le devolvió la mirada, tierna, inocente, con esas mejillas sonrosadas que harían que hasta el hombre más desalmado quisiera abrazarla con mucha fuerza.


Arturo comenzó a conducir hacia el jardín "Mi pequeño mundo" en donde Fiorellita era una alumna muy aplicada y obediente. Ella, como si fuera una niña grande, le buscó el tema de conversación:

-Papito, ¿hoy vendrás más temprano? -preguntó y sus cejas se arquearon mostrando el innegable gesto de una duda que requiere ser absuelta con premura.
-Así es, mi amor. Hoy llegaré a casa más temprano. No te preocupes que la señora Zoila, igual, preparará todo, ¿sí? Yo sólo llegaré con el pastel.
-Pero papito, si tú no llegas no cantaremos la canción del Feliz cumpleaños...
-No te preocupes, mi vida, que llegaré -dijo, finalmente Arturo, mientras le daba un beso en la frente. No podía con su felicidad. Esa pequeña y hermosa criaturita de Dios lo hacía tan feliz y de tantas maneras: con un gesto, una sonrisa, un suave tirón del pantalón cuando quería que la mirara o la atendiera. Cuidar de ella era para lo que había nacido.


Arturo miró la fecha en la pantalla de su carro y se dio cuenta de algo que le molestó. No sólo era quincena, sino que, cada año, todas las quincenas de agosto había una especie de reunión extraordinaria con todos los trabajadores, un evento en el se les premiaba por su desempeño en la empresa durante el año previo.


En la premiación del año pasado, de 2006, estuvo a punto de ganar como "Mejor jefe de área" pero se lo arrebató Guitérrez, jefe del área de sistemas, que no era muy buen tipo, sino que era tan hipócrita que el personal de su área realmente creía que era bueno.


Pero ahora al buen Arturo no le importaba eso, aunque ganar otorgara un premio en efectivo además del reconocimiento. Es que ese día era el cumpleaños de su princesa y ningún premio ni ninguna reunión lo detendrían en su cometido de llegar más temprano a casa.


Su día laboral transcurrió con relativa calma, como siempre, hasta que a su jefe se le ocurrió recordarle que "hoy, 15 de agosto de 2007 tienes que asistir a esta reunión. Es obligatoria. Si no vas te descontarán de tu sueldo".


-Hoy no puedo, Jaime -dijo Arturo a su jefe, con quien tenía relativa confianza, pero no por eso lo apreciaba como debiera.
-Qué pena, Arturito, tienes que ir. Te digo desde ahora que ganaste el premio a "Mejor jefe de área" -Jaime, obeso hombre de notoria calvicie, rió estridentemente, como sintiéndose importante al revelar el secreto antes del mismo evento. Con una sonora palmada en la espalda dejó a Arturo con la palabra en la boca marchándose de allí.


"No importa, igual me voy. No pueden obligarme a quedarme".


Arturo, como todas las tardes, a eso de las dos, llamó a su hermana para recordarle que, por favor, recogiera a Fiorellita, pues él no salía sino hasta las cinco. Rocío, su hermana, le volvió a repetir que no vuelva a llamarla para recordárselo. "Ni que yo fuera qué, oye... ¿Cómo crees que voy a olvidarme de recoger a mi sobrina? ¡Lo hago desde hace dos años!"


Tenía razón. Arturo sonrió al escuchar lo que su hermana respondió. Es que él vivía tan preocupado por su hija, por la niña de sus ojos, que jamás dejaba de pensar en ella. Porque ella era quien lo alegraba cuando él andaba molesto o preocupado; porque pensar en ella en las largas reuniones de gerencia lo hacía sonreír y seguir adelante. Porque cargarla y besar esas rechonchas mejillas era para él el Paraíso.


Cuatro de la tarde. Hora de avisarle a Jaime que nos vamos más temprano. Arturo tenía que ir por el pastel que le había prometido a su hija, pero debía avisarle a su jefe que se marchaba antes.


-Jaime, me voy más temprano hoy -dijo Arturo sin mirarlo, una vez entrado a su oficina.
-¿Qué? No puedes irte, Arturo, ya te lo dije. Hoy te premiarán.
-Pues entonces que me manden el premio a mi casa. No me puedo quedar, hoy es la fiesta de cumpleaños de mi hija.
-Vamos, Arturo, ni que eso fuera más importante que tu futuro laboral -ni bien dicho esto, Arturo sintió ganas de estrangular al trajeado puerco que tenía en frente-. Escúchame bien, hoy los McArthur estarán en la premiación y me han dicho que John, el menor de los hijos, planea ascenderte porque la ventas se han elevado considerablemente gracias a ti. Y aunque, yo que tú no me perdería esa oportunidad, John McArthur me pidió que por favor estés allí a la hora pactada, a las siete, para poder hablar de eso.


Dentro de todo, era una gran noticia aquello que había escuchado de su porcino jefe. ¿Un ascenso? No sólo el dinero por el premio, sino un ascenso harían que ganara más dinero, que pudiera tener un departamento propio para él y Fiorellita, que pudiera asegurarle un futuro muchísimo mejor a su hija.


Pero era su cumpleaños, y ella con esa mirada dulcísima le había preguntado si iría temprano esa tarde, que sin él no cantaría la canción del Feliz cumpleaños... ¿Qué haría? Normalmente no lo habría dudado, se hubiera marchado sin chistar, pero esta era una oportunidad única. Fiorellita se pondría triste, pero a la larga, cuando estuviera más grande lo entendería, y, total, le esperaban muchísimos más cumpleaños en los que él no volvería a fallar.


Estaba decidido.


Un futuro mejor para su hija era, a todas luces, una buena decisión. Él sabía que Fiorellita entendería más adelante y que le perdonaría la falta.


-Aló, ¿Rocío? -preguntó Arturo a su hermana a través del celular.
-Oye, ¿por qué no estás acá? -Fiorella te está esperando con la torta. Sus amiguitos y ella están jugando, pero de rato en rato me pregunta por ti.


A Arturo se le revolvió el estómago. Tragó saliva y dijo con determinación:


-Precisamente te llamaba para pedirte que, por favor, compres la torta que te voy a describir, en la pastelería de Don Fabrizzio, porque no podré ir.
-¿Qué? ¿No vas a venir? Fiorellita se va a poner muy triste.


Arturo imaginó el rostro de su hija lleno de lágrimas y se le estrujó el corazón, y recordó cuando la vacunaron por primera vez. Cuando esa aguja entró le dolió más a él. No podía soportar verla derramar lágrimas.


-Te juro que es por algo bueno. Yo sé que ella lo entenderá algún día. Rocío, es una oportunidad que no puedo desperdiciar. Es por ella que hago esto.
-Bueno, allá tú. Yo iré por la torta y le daré la noticia de que no vendrás. Ya tú hablas con ella en la noche -y Roció cortó.


Arturo suspiró y se sintió peor de lo que creyó que se sentiría antes de hacer la llamada. Luego volvió a su oficina y esperó a que fueran las siete para asistir a la reunión anual aquella que le había ocasionado un disgusto y una pena, pero que a la larga lograría que todo fuera mejor.


Pero, a las seis y cuarenta y uno de la tarde un terremoto sacudió gran parte del Perú, teniendo como epicentro el mar, cerca de Pisco y que movió Lima de un modo que no se sentía desde muchos años antes.


Durante el movimiento, lo primero que hizo Arturo fue pensar en ella. El moderno edificio, que no parecía tan moderno ahora al desmoronarse de a pocos como un castillo de naipes, se le venía abajo y él hacía lo posible por salir. A los empellones logró salir a la calle y ver en el horizonte unos destellos de luz que le hicieron pensar en lo peor.


La mujeres lloraban, gritaban, preguntaban por sus hijos mezclando sus alaridos con las alarmas de los carros estacionados. Él buscó su auto pero un viejo árbol había caído sobre él dejándolo inutilizable. No pensó, no se le ocurría qué hacer para saber de su hija.


-¡El celular! -vociferó, pensando en voz alta.


¿Cómo no se le había ocurrido? Intentó llamar pero la llamada no entraba. ¡Maldita sea! Tenía saber cómo estaba Fiorellita; si todos estaban bien; si ella lloraba....


La llamada no entraba, no tenía cómo moverse. Buscó un taxi y todos estaban completamente abarrotados, así como el transporte público.


Comenzó a caminar.


Arturo caminaba y caminaba mirando las calles, preguntándose qué había ocurrido. En dos minutos el país había pasado de la calma al pánico. Conectó los auriculares de su celular para oír la radio y escuchar las noticias.


"El terremoto que ha sacudido la ciudad de Pisco ha sido catalogado como el más fuerte en los últimos treinta años. La ciudad de Chincha y Cañete también están en mala situación. En la Plaza de Armas de Pisco, que está totalmente a oscuras, la gente yace de rodillas con los brazos al cielo, pidiéndole a Dios que aplaque su ira y perdone sus pecados".


¡Por Dios! ¿Qué estaba escuchando? Lo que él había sentido como un fuerte temblor había sido una catástrofe de enormes magnitudes en otra latitud. Con un miedo que le punzó la espina y que le hizo sudar frío, recordó que junto a su edificio había casas de adobe, pues vivía en la zona a la que se le llama "Miraflores viejo", cerca a la avenida del Ejército y era muy probable que esas casas se hubieran venido abajo, tal y como les sucedió a las de Pisco, al sur de Lima.


Pasó hora y media desde que Arturo, sucio, sudoroso, preocupado y con lágrimas en los ojos por la impotencia, sin dejar de pensar un momento en su hija, en su amor, en su todo... hasta que finalmente divisó, a dos cuadras de distancia, su viejo edificio, el que ahora estaba ladeado, como si fuera la Torre de Pisa. En su hora de camino había visto vitrinas rotas, productos caídos en el piso de las farmacias o tiendas, colas en los teléfonos públicos, filas interminables en los paraderos, gente caminando a sus casas, ómnibuses abarrotados, vidrios rotos en el suelo. Había visto todo ello, pero nada como lo que tenía ante sus ojos, lo que, además, era el lugar donde vivía.


Comenzó a correr con furia y miedo hacia su casa, pensando en que hubiera sido mejor irse temprano y estar con su hija durante el sismo, para cuidarla, protegerla, consolarla y abrazarla para que ella no tuviera miedo, pero no fue así y ahora se sentía tonto y arrepentido.


Sin aliento llegó a su casa esperando con ansias a abrazar a su hija que debía estar muy asustada por el simple hecho de no haber pasado nunca un terremoto. Necesitaba abrazarla, besarla y pedirle perdón por no comprarle el pastel ni haber cantado la canción del Feliz Cumpleaños con ella.


Intentó abrir la puerta con la llave, pero estaba atascada. Entonces tuvo que patear la puerta para derribarla. Las paredes exteriores estaban completamente rajadas y, efectivamente, las casas de los lados se habían caído al lado del edificio, empujándolo hacia un lado. Entró por la fuerza y allí vio a Rocío tirada. Un pedazo de pared le había caído encima.


-¡Rocío! ¡Rocío! ¡Rocío!
-¿Arturo?
-¡Rocío! ¿Estás bien? ¿Te duele algo?
-Sólo la cabeza... Fi... Fiorella...
-¿Dónde está mi hija! -preguntó Arturo entre lágrimas, sintiendo su sabor y su rostro caliente bañado en ellas.
-Yo la tenía abrazada y de pronto... Todo se me cayó encima...
-¡La tenías abrazada? ¿Y dónde está entonces? Arturo no podía consigo, las lágrimas no dejaban de humedecer sus mejillas sonrosadas por la ira y el miedo.


Rocío volvió a caer desmayada. Arturo la cargó en peso y la sacó de allí, evitando pisar a tres niños muertos tirados en su sala, antes limpia y ordenada, y ahora llena de pintura, yeso, polvo y sangre.


Arturo volvió corriendo a su casa y comenzó a mirar. Su departamento no se había desplomado por completo. Aunque todo el edificio estaba de lado, el departamento se había inclinado apenas, pero un muro sí se había caído por completo tapando parte de la sala y del comedor. Arturo miraba, buscaba desesperado algún indicio de su hija. Podía estar enterrada en cualquier lado. Ahora mismo podría estar pisándola.


"Fiorella, hijita..."


De pronto, desde la calle provino un ruido, un "¡papito!". A Arturo le faltaron piernas para correr a la calle y encontrarse con el amor de su vida, con su felicidad hecha carne, con su Fiorellita perfumada.


Al salir vio que era otra niña quien llamaba a su padre. La calle lucía desierta, con dos casas derruidas y un edificio de cuatro pisos apunto de caer. Arturo soltó un alarido que reverberó en toda la calle y corrió al interior de su casa a quitar todos los escombros que pudiera, no sin antes enjugar, furiosamente, sus lágrimas con el antebrazo.


Así estuvo por media hora, quitando todo el adobe, quincha y madera del muro de la casa vieja vecina que había tumbado la pared de su departamento, con la esperanza de saber algo de ella, pero nada.


Habían pasado dos horas. Rocío había vuelto en sí y pasó de la calle a la casa. Vio a Arturo como un loco, cavando, moviendo escombros y ella, viendo lo estéril de la tarea, se echó a llorar resignada. Cogió los cuerpos de los tres niñitos que yacían dispersos en la sala y que Arturohabía ignorado por completo buscando a su hija. Uno por uno, los colocó en la calle, en una zona segura, donde Arturo la había colocado a ella antes.


Ella volvió a entrar y lo llamó y él no respondía. Le tocó el hombro y él no se volvió, seguía escarbando como un loco, como si para eso hubiera nacido y ella lo cacheteó para que volviera en sí. Se miraron brevemente y lloraron juntos en un abrazo lastimero.


Cuando llegaron los bomberos, sacaron el cuerpo de Fiorellita de los escombros. Ella abrazaba la foto de su papito, en la que ambos sonreían y él tenía un cono de cartulina como gorrito de cumpleaños. Era del año anterior.


Arturo no asistió al funeral ni al entierro. Rocío lo buscó pero jamás se volvió a saber de él. Los que lo conocieron dicen que se fue lejos a olvidar el rostro tierno y risueño de su hija, otros, dicen que se autorecluyó en un sanatorio mental al no poder soportar la pérdida.


Se sabe que Arturo vive, y se sabe también que desde aquél día, desde que se levanta hasta que se acuesta, llora en silencio la partida y abraza el aire imaginando a su hija, a su reina, a su felicidad, y la besa en la frente y cantan juntos la canción del Feliz cumpleaños.


"Te quiero, papito"

"Y yo a ti, mi princesa".

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